sábado, 1 de noviembre de 2008

Un país para César Ferri, capítulo uno.

Tuve que dormir en la cama de mi hijo.

Habíamos discutido con el desinterés de siempre hasta que Isabel dijo que una puta era menos servil que ella. Me sorprendió, porque no suele usar esos modos, pero aun así esperé una continuación razonable: mi pedido de calma, su última advertencia, un té de hierbas. Te equivocaste, Ferri, lo que hizo fue descargar una andanada de reproches y refregarte todo lo que había resignado por estar con vos.

Entre otras revelaciones, dijo que le hubiese gustado ser actriz. Un buen marido habría pedido perdón por veinte años de indiferencia y aceptado sin objeciones una condena, pero yo ni siquiera había tenido un sueño y no por eso iba a echárselo en cara. Así que cuando le escuché decir que la irritaban mis certezas, solté una carcajada. No hubo tiempo de decirle que no me reía de ella. Empezó a gritar. A repetir que cada día me parecía más a mi padre. No debería haberlo hecho.
Empecé a ver manchas. El aire era oscuro, los muebles me caían encima y la propia Isabel se había convertido en una imagen deforme. Tuve que defenderme a trompadas. Dos, quizás tres. Después la vi en suelo, resbalando, y no alcancé a ayudarla: se incorporó como pudo, corrió por la escalera y se encerró en el dormitorio.
De repente estaba solo frente al ventanal del living, con la botella de Jack Daniels en la mano y la ciudad que se desparramaba más allá de la barranca. Ni el invierno ni la noche tenían respuestas. Busqué en el garaje la colcha que usamos para que no se llene de polvo la mesa de ping pong, la sacudí, apagué las luces y me acosté en el sofá. Es increíble lo angosto que puede ser un sofá después de una pelea. Me acomodé de un costado, del otro, acerqué la mesa ratona para no caerme, me levanté, busqué sin éxito pastillas en la heladera. Isabel no dejaba de llorar. Era un llanto contenido, es lógico, también ella tiene su orgullo, pero lo escuchaba tan claro que pensé que era su forma de llamarme. Entonces subí despacio, guiándome por los gemidos, entusiasmado con la idea de cambiar las cosas. Cuando alcancé el rellano y no los escuché, supuse que se había puesto en guardia y me mantuve unos minutos a la expectativa. Un tipo decidido la habría enfrentado lo mismo, en cambio vos, Ferrito, presumiste que para ser valiente bastaba con no retroceder y te escondiste en la pieza de tu hijo.
Abrí la cama pero no resultó fácil: la culpa destila un olor que se impregna en las sábanas. Tampoco las opciones intermedias como taparme con el cobertor o dormir en la alfombra me hubiesen enaltecido. Así que me senté a esperar una solución y tuve suerte: Isabel volvió a llorar. Esta vez era un ahogo intermitente, una o dos bocanadas de aire seguidas de un suspiro. Creí que me estaba dando otra oportunidad y para no volver a fracasar gateé hasta la puerta del dormitorio y pegué la espalda contra la pared, como un espía de comedia. Conté hasta cien. Imaginé que me ofrecía compartir la almohada y se acurrucaba conmigo. Pero lo cierto es que no tuve el valor de entrar y ni siquiera me cayó una lágrima de remordimiento. Volví caminando a la pieza de Valentín y me acosté sin ceremonias.

Ahora estoy más tranquilo. Dormí poco pero no soñé nada desagradable. Es curioso, siempre pensé que pegarle a una mujer me haría sentir indigno de ser hombre y aunque me cueste admitirlo siento que los golpes me quitaron una carga. Lo de la cama de mi hijo es diferente.
Amontono las sábanas usadas y las tiro al suelo para llevarlas al lavarropa. No quiero que Valentín aparezca por sorpresa y las huela en el canasto. Es repugnante oler a padre. Saco de la cómoda un juego perfumado, lo tiendo sobre el colchón y dejo la cama mejor de lo que estaba, tanto que hasta Isabel va a dudar de que pasé por acá. Después recojo mi ropa y camino hacia el baño sin hacer ruido. No quiero despertarla todavía.

La ducha de esta hora es uno de mis pocos momentos de placer. César Ferri sobre la pila bautismal, regado con agua bendita. La regulo para que salga bien caliente y me quedo quieto dos o tres minutos, pensando en nada. Me pongo el champú y la crema de enjuague de Isabel; le uso la esponja, el jabón, paso otro rato enjuagándome y me seco con su toalla. Es la primera vez que lo hago, como si de pronto tuviera la necesidad de frotarme contra esa humedad y no terminar nunca. Pero termino y hay tanto vapor que a tientas encuentro el inodoro. Hasta no hace mucho me avergonzaba orinar sentado. Ya no. Ahora no me importa si la luz está apagada o me olvidé de bajar la tapa; además puedo pensar en el futuro o remediar un descuido. Las sábanas de Valentín, por ejemplo, no puedo olvidarme de recogerlas antes de salir.

El vapor se disipa y encuentro lo de siempre: pelos en la bañera, agua hasta debajo de la puerta. Limpio y seco con parsimonia. En realidad me demoro porque tengo miedo de mirar al espejo y encontrar alguien que no soy yo. Me pasó una vez. Volvíamos de una semana en las sierras y me había crecido la barba. Cuando entré al baño vi una figura más parecida a mi padre que a mí. El primer impulso fue llenarme la cara de espuma, pero no me pude afeitar. Hace unos buenos años de eso. Desde entonces tengo cierta aprensión a los espejos. Normalmente llego con la cabeza gacha, cierro los ojos y me acerco hasta casi rozarlos con la nariz. Recién desde esa distancia me atrevo a mirar. A la barba nunca me acostumbré. Ha sido un buen disfraz pero nunca dejé de extrañar al antiguo Ferri. Así que es hoy o nunca, y la tijera está afilada. Junto un manojo de pelos grises sobre la barbilla y corto lo más al ras que puedo.

El que asoma no me desagrada. Suena vanidoso decir que no estoy mal para mi edad pero de alguna manera tengo que darme aliento. Voy y vengo con la maquinita, a pelo y contrapelo, y hasta imagino que soy uno de esos modelos publicitarios lampiños que le escaparon al acné. Me doy unas palmadas en las mejillas, me pongo la bata y salgo hacia la habitación.
Isabel duerme. Le cuesta respirar y ronca un poco. Mi plan es desnudarme y entrar en la cama como un amante furtivo. No tocarla, decirle al oído que me perdone y esperar que ella, dormida o despierta, me pida que la abrace.

Pero vibra el celular en mi mesa de luz, y aunque me sobran razones para no atender, atiendo. Te necesito ahora en el aeropuerto, Ferrito, viajamos a la capital, dice el gobernador. Le digo que no tengo la carpeta lista pero él insiste: se adelantaron los tiempos. Me gustaría decirle que hay algo más importante que esa reunión, más que cualquier candidatura, pero le digo bueno, ya voy. Al principio me sorprendían sus llamadas a cualquier hora y aunque ya pintara para vocero, como decía él, no podía disimular mi desagrado. Después supe que le divertía verme de malhumor y aprendí a impostar un tono amable que a la larga se convirtió en un sello distintivo.
Me pongo el traje, la corbata celeste y recojo el sobretodo. Quizás sea mejor que Isabel esté sola un rato, que también ella encuentre una justificación para lo que hice. La otra opción sería quedarme en la cama y que al gobernador lo acompañe el Papa a la capital. Podría ser, Ferri, por qué no, con un poco de carácter, quién te dice.

Salgo. Sería una irresponsabilidad faltar a mi trabajo en un momento clave. Además, por qué no puedo hacer las dos cosas, viajar a la capital y ayudar al gobernador con mi carpeta, volver a la hora de la cena y pedirle perdón a Isabel. Eso voy a hacer. Las dos cosas.

La miro desde la puerta de la habitación pero no encuentro cómo despedirme. Bajo la escalera y paso por el escritorio a recoger la notebook y la carpeta. No tengo tiempo de tomar café y menos de leer los diarios por Internet, aunque supongo que al gobernador no se le va a ocurrir tomarme lección o culparme por algún titular. Llego agitado al garaje, guardo la notebook debajo del asiento, la carpeta en la guantera y le doy arranque al Alfa. Brama como si fuéramos a la guerra.

2 comentarios:

Vleminchx Sol dijo...

La vida, son historias, todas diferentes,
la magia esta en como llegan y nos tocan el corazon
en su primer capitulo, me incorpore rapidamente
una lagrima me llevo mas dentro aun,
luego una sonrisa...
y pronto volvio otra lagrima

y la ansiosa espera de como continuara...

ZebaS dijo...

muy buen libro, tengo muchas ganas de leerlo pero no tengo plata para comprarlo, jeje, asi que me perdone cuadrado pero se lo voy a piratear. bue por lo menos ya lei el primer capitulo. si alguien sabe donde lo puedo conseguir gratis que me mande el link a franco_zebas@hotmail.com